martes, 15 de septiembre de 2020

Estaban en el parque más grande de la ciudad.
El día era caluroso, pero la sombra de un gran árbol refrescaba sus cuerpos abrazados en amoroso gesto. Ella acariciaba los sedosos cabellos de él, cuya cabeza reposaba en su regazo. Él, a su vez, pasaba con ternura sus dedos por el dorso de la otra mano de ella, apoyada sobre su fuerte pecho. Una sonrisa relajada iluminaba sus rostros.
—Me apetece algo dulce –dijo él con los ojos cerrados.
Ella le alzó la cabeza doblando hacia arriba sus piernas mientras se inclinaba para darle un profundo beso en la boca. Cuando hubo terminado, él suspiró:
—Cómo sabes lo que me gusta.
Se rieron a un tiempo, disfrutando de aquellos momentos que tantos años llevaban obsequiándose.
Al rato, ella propuso:
—Te invito a un helado.
—De acuerdo, sí, acepto, pero con una condición.
Ella, algo desconfiada, preguntó cuál y él respondió en tono de reto:
—Cada quien escogerá el que ha de comer la otra persona.
—¡Vale! Sí, acepto —repuso ella con alegría.
Fueron a una heladería que habían abierto recientemente y que tenía gran variedad de helados, algunos francamente exóticos, para tener mayor variedad. Él eligió para ella uno combinado de fresa y lúcuma y ella para él uno de turrón, explicándole que era el que ella solía pedir de pequeña.
Fueron a dar un paseo y, estaban aún terminando los cucuruchos, cuando algo extraño sucedió, se les acercó un gato aparentemente callejero, pero llegaba jugando con una bola de papel que acabó entre los pies de él. El gato les miró deteniendo su camino y huyó. Ella se agachó a por el papel, no podía dejarlo en el suelo. Buscó una papelera con la mirada, pero en cuanto avanzó unos pasos hacia ella, una anciana que se hallaba sentada en un banco cercano observándolo todo, le dijo:
—¿No lo vas a abrir?
—¿Cómo dice?
—Que si no vas a abrir el papel para saber que pone.
—Pero… ¿por qué habría de poner algo? –intervino él.
—No sé –respondió la mujer con un gesto casi infantil en su arrugada cara–, parecía un gato mensajero.
Y comenzó a reírse como solo se ríe la gente en la infancia y en la locura.
La pareja se miró entre desconcertada y curiosa y ella, encogiéndose de hombros, deshizo la bola extendiendo el papel.
Ella se quedó petrificada mirando aquel papel.
—¿Qué pone? –preguntó él, al tiempo que se acercaba para verlo por sí mismo. Se quedó igual de congelado cuando se encontró con que era un poema que él mismo le había escrito a ella en Internet hacía muchísimos años y que nunca había llegado a escribir en papel. Era inconfundible porque había colocado los versos en una forma peculiar y por la estructura que consistía en gritar (porque estaba escrito enteramente en mayúsculas y, sobre todo, porque eran tres estrofas que comenzaban con las palabras Y GRITÉ / Y GRITO / Y GRITARÉ correlativamente): «¡SÍ, ACEPTO!».

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