Estaban en el parque más grande de la ciudad.
El día era caluroso, pero la sombra de un gran árbol refrescaba sus cuerpos abrazados en amoroso gesto. Ella acariciaba los sedosos cabellos de él, cuya cabeza reposaba en su regazo. Él, a su vez, pasaba con ternura sus dedos por el dorso de la otra mano de ella, apoyada sobre su fuerte pecho. Una sonrisa relajada iluminaba sus rostros.
—Me
apetece algo dulce –dijo él con los ojos cerrados.
Ella le alzó la cabeza
doblando hacia arriba sus piernas mientras se inclinaba para darle un profundo
beso en la boca. Cuando hubo terminado, él suspiró:
—Cómo sabes lo que me gusta.
Se rieron a un tiempo, disfrutando de aquellos momentos que tantos años llevaban
obsequiándose.
Al rato, ella propuso:
—Te invito a un helado.
—De acuerdo, sí,
acepto, pero con una condición.
Ella, algo desconfiada, preguntó cuál y él
respondió en tono de reto:
—Cada quien escogerá el que ha de comer la otra
persona.
—¡Vale! Sí, acepto —repuso ella con alegría.
Fueron a una heladería que
habían abierto recientemente y que tenía gran variedad de helados, algunos
francamente exóticos, para tener mayor variedad. Él eligió para ella uno
combinado de fresa y lúcuma y ella para él uno de turrón, explicándole que era
el que ella solía pedir de pequeña.
Fueron a dar un paseo y, estaban aún
terminando los cucuruchos, cuando algo extraño sucedió, se les acercó un gato
aparentemente callejero, pero llegaba jugando con una bola de papel que acabó
entre los pies de él. El gato les miró deteniendo su camino y huyó. Ella se
agachó a por el papel, no podía dejarlo en el suelo. Buscó una papelera con la
mirada, pero en cuanto avanzó unos pasos hacia ella, una anciana que se hallaba
sentada en un banco cercano observándolo todo, le dijo:
—¿No lo vas a abrir?
—¿Cómo dice?
—Que si no vas a abrir el papel para saber que pone.
—Pero… ¿por
qué habría de poner algo? –intervino él.
—No sé –respondió la mujer con un gesto
casi infantil en su arrugada cara–, parecía un gato mensajero.
Y comenzó a
reírse como solo se ríe la gente en la infancia y en la locura.
La pareja se
miró entre desconcertada y curiosa y ella, encogiéndose de hombros, deshizo la
bola extendiendo el papel.
Ella se quedó petrificada mirando aquel papel.
—¿Qué
pone? –preguntó él, al tiempo que se acercaba para verlo por sí mismo. Se quedó
igual de congelado cuando se encontró con que era un poema que él mismo le había
escrito a ella en Internet hacía muchísimos años y que nunca había llegado a
escribir en papel. Era inconfundible porque había colocado los versos en una
forma peculiar y por la estructura que consistía en gritar (porque estaba
escrito enteramente en mayúsculas y, sobre todo, porque eran tres estrofas que
comenzaban con las palabras Y GRITÉ / Y GRITO / Y GRITARÉ correlativamente):
«¡SÍ, ACEPTO!».
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